“UNA VISITA INSESPERADA”

De seguro mi alma sigue vagando a orillas del rio Pincos y mi corazón se sumerge en la bulla de su corriente, entonces hecho un suspiro para recordar aquellas mazorcas de maíz morocho que abunda por el lugar, desde Llamacancha puedo ver aquellas chacras de trigo doradas por el sol listas para su cosecha.
Mi madre dio la idea de visitar al tío Laureano, hermano mayor de papá, hombre alto, grueso y de tez blanca, un hombre prácticamente gracioso, éste vive en el centro poblado de Colpa pero su huerta cargadita de frutas se encuentra ubicada en las faldas de unos inmensos cerros, donde los pajarillos juguetean y emiten sus lindos trinos matutinos, que solo escucharlos me remiten a aquella travesía que no olvidaré.
Con Gabi alistamos el cuchillo y la sal y sin olvidar los fósforos para hacer una gran fogata, la idea era atrapar, no sé como, esos tiernos y resbaladizos bagrecitos del río para luego dorarlos en el fuego y saborearlos, todo era emoción hasta entonces.
Ya listos enrumbamos por el caminito de herradura, ya podía ver Pampapuquio, pues tratábamos de acelerar el paso para llegar rápido, para ello mamá había conseguido una yegua con su potrillo y caballito con estos cargaríamos todas las delicias, ya podía sentir un leve calor que luego se fue intensificando cada ves más, puesto que llevaba un pantalón polar y una chompa de lana, ya podíamos ver la hacienda de Pincos, tanta historia gravada en ella, nacachus, condenados todo ello resultado de la gran reforma agraria, puesto que sólo eran muros olvidados cubiertos de malezas, cuando alcé la mirada vi imponente frente mío al “Apu” Landa y el cerro pedregoso de Ranrapucro, oí unos gritos de auxilio era Renato que era tragado por la pachamama, Gabi con un jalón logró arrancharlo ¡casi lo perdimos! Mamá con furia nos indicó que no debíamos acercarnos mucho a ese el río traicionero que se había llevado en cuerpo y alma a algunos pobladores de por ahí, fue cuando vi una serpiente marrón pensé que me devoraría y lo que hice fue lo mas obvio pues corrí delante de los cuadrúpedos para estar a salvo, y al percatarme estábamos solos en medio de aquellos cerros, mi pantaloncito tan abrigador en las mañanas de helada me picaban, pues las había llenado de unas espinitas que castigaban mi cuerpo, los mosquitos habían hecho lo suyo con nosotros porque sin recelo ya me rascaba la espalda, el cuello, los brazos y otras partes del cuerpo llenas de ronchas, eso no fue todo en el instante recordé que por ahí habitaba los compadres, los ucumaris y los pumas seríamos su almuerzo… y por gracia de Dios ya estábamos a unos pasos de la gran huerta con los plátanos, chirimoyas, caña de azúcar y ¡tantas cosas para comer! Entramos ansiosamente para saludarlo y ¡maldición! Una casa vacía sólo señales de fuego pues horas antes se habían ido; tragando la saliva abrimos el mote y comimos.
¿Y los plátanos? Pues no era tiempo de plátanos; cañas de azúcar, unas cuantas, ¿y la fogata? ¡Nada! Caminamos tanto para encontrarnos con soledad y ahora era tiempo de retornar fue cuando empecé a arrepentirme, eran cinco de la tarde y teníamos un camino en subida que vencer sería mas complicado, pero ni modo lo aceptamos con resignación. Con rabia dentro nuestro partimos devuelta a casa cuando de repente el caballo se asustó, y hasta ahora no sé de qué, y salio huyendo, ¡Dios mío Renato va ahí! grité y al buscarlo yacía colgado en el trasero de la yegua pues con sus lánguidos deditos sujetaba muy fuerte los pelos del animal para no caer, calmamos la situación y consolamos al chiquillo. ¿Qué más podía pasar? El sol se iba muriendo y empecé a persignarse y a rezar como nunca, repetía el padre nuestro tras otro aun así el miedo no se me iba, por mi cabeza empezaron a correr las tantas historias del pueblo, condenados, qarqachas, los colores alrededor mío se iban desvaneciendo y la tierra se vestía de un negro de luto, la sombra de los árboles me parecían monstruos, puesto que mi imaginación volaba al máximo aquel instante.
La luna llena es testigo de la larga travesía que pasé, poco a poco subimos dejando sólo huellas tras nosotros, aquel día prometí nunca más volver y ahora recuerdo con nostalgia el miedo que me invadió, pues dicen que la culebra es un signo fatal, y lo comprobé puesto que hasta ahora no puedo regresar al lugar.